Todo es raro y contradictorio hoy en día. Demasiada gente ingenua se ha convencido de que cosa que cuelga en las
redes (Facebook, Twitter o lo que sea), la va a contemplar el universo mundo, cuando lo más seguro es que pase tan
inadvertida como las sesiones de diapositivas a que antaño se sometía a cuatro amistades cuando nuestros padres volvían de
un viaje, o como los comentarios que se hacían en el café ante los compinches habituales. La gente está demasiado ocupada
colgando sus fotos y lanzando sus tuits para molestarse en ver o leer los de los demás. El lema de nuestro tiempo debería ser:
“Cada loco con su tema”, y el único tema –y de todos– es uno mismo. “Mira lo que me voy a comer”, y envían foto de un
plato. “Mira con quién estoy”, y arrojan la de un locutor o caricato con los que se han topado en la calle. “Mira lo que estoy
viendo”, y ahí van sus selfies ante La Gioconda, proclamando que pueden estar viéndola, pero desde luego no mirándola.
Todo esto recuerda a los niños pequeños que precisan la constante atención de la madre o el padre: “Mamá, mira lo
que hago”; “Mira, papá, ahora sin manos”. El niño necesita testigos para asegurarse de que efectivamente está en el mundo y
existe. Esa inseguridad inicial solía pasarse, y bastante pronto. Ahora da la impresión de que no se pasa nunca, de que las
personas exigen contar con espectadores y espejos de todas sus actividades, hasta de las más vulgares. Un síntoma más de la
creciente e inacabable puerilización del mundo. Uno se pregunta a veces si quedan muchos individuos capaces de disfrutar de
algo sin ser contemplados en su disfrute. De un paseo, de un paisaje, de una obra maestra pictórica, de un edificio o rincón en
el que uno fije la vista por su cuenta, sin que se los hayan señalado una página web o una guía. Si queda algo autónomo y que
se aprecie en sí mismo, y no como decorado de nuestro insaciable narcisismo. (Javier Marías, El País, 30 de noviembre 2014,
adaptación)
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