Todos somos descendientes de emigrantes. Por una circunstancia u otra, en algún momento de su historia, los
pueblos se ven forzados a abandonar sus lugares de origen hacia otros que les ofrezcan paz, seguridad, trabajo, libertad,
etcétera. Los españoles, y los gallegos en particular, fuimos especialistas en ver partir a los nuestros. Expulsados por una
pobreza endémica, no les quedaba otro recurso que hacer la maleta. Tras décadas de relativa tranquilidad, los jóvenes y no tan
jóvenes se ven obligados a buscar otra vez su sustento lejos del hogar.
Mientras sufrimos esa sangría, nuestras costas, y, sobre todo, Ceuta y Melilla, son objeto de deseo de miles de
inmigrantes ilegales, la mayoría de origen subsahariano o marroquí, dispuestos a saltar una valla cruel, convencidos de que, al
otro lado, España les ofrecerá todo lo que no tienen. Engañados por las mafias y la necesidad, desconocen que su destino será
vagar por nuestras calles intentando vender baratijas o continuar un viaje duro y arriesgado hacia el norte, donde no les
aguarda un destino mejor.
Aún es peor la desesperación de los sirios que se suben a un barco atestado en un puerto ignoto de Turquía rumbo a
Italia, en la confianza de que morir en el Mediterráneo será un destino menos duro que hacerlo a manos de Bashar al Asad o
de los yihadistas. Ya son dos esta semana los barcos rescatados por Italia, un país desbordado por la inmigración ilegal.
Y yo me pregunto: ¿quién va a la deriva, los millones de desesperados que prefieren arriesgar la vida intentando
llegar a Europa o los ciegos europeos que, en lugar de esforzarnos por ayudar a sus países, asistimos impotentes a la llegada
de una masa sin otra alternativa?
(Yashmina Shawki, La Voz de Galicia, 3 de enero de 2015)
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